En el siglo XVIII las grandes
monarquías europeas estaban organizadas políticamente como Estados
absolutistas, en los que el rey tenía el poder sin límites y no estaba sujeto
al control de los parlamentos. El poder se entendía como de origen divino y no
se concebía la separación entre Estado y sociedad.
A finales del siglo XVIII se
sucedieron una serie de revoluciones a orillas del Atlántico como la Revolución
de Independencia de Norteamérica y la Revolución francesa que tuvieron como
consecuencia entre muchas otras, la transformación del Estado absolutista al
Estado liberal y la ruptura del antiguo Régimen haciendo que así la sociedad se
emancipara del Estado.
El pensamiento liberal concibió a
la sociedad como un sistema autorregulado capaz de producir órdenes para que el
Estado no interfiriera en su funcionamiento y tuvieran la suficiente libertad y
seguridad. Estas condiciones se debían conseguir a partir de los derechos
individuales, el principio de legalidad y la división de poderes (ejecutivo,
legislativo y judicial) y la relación del Estado con la sociedad debían de ser
la legislación y la sociedad llegaría al Estado por medio del sufragio. El
poder político se justificó porque emanaba de todos los hombres y porque su
finalidad consistía en las libertades públicas, reconocidas como derechos
naturales anteriores al Estado que debían respetar y salvaguardar. Hubo
libertad política, económica y libertad de espíritu.
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